Sabía que si me quedaba, iba a romperme por dentro.
Pero si me iba, también.
Eso es lo que nadie te cuenta de las decisiones difíciles. No hay opción que no duela. Lo fácil no es cómodo, es anestesia. Y llega un momento en que uno prefiere la herida real al adormecimiento eterno.
Dejar Santiago fue una de esas decisiones que parecen insensatas desde afuera. Tenía trabajo. Tenía estabilidad. Tenía lo que muchos consideran “una buena vida”.
Pero algo en mí —algo que no sabía cómo explicar— me decía que no era suficiente. Que la seguridad que estaba construyendo no era mía. Que estaba vendiendo tiempo por certezas. Que estaba hipotecando el presente por un futuro que no terminaba de llegar.
La intuición a veces no grita, pero no se calla. Te susurra por las noches, se manifiesta como ansiedad, como insatisfacción, como esa sensación sorda de estar viviendo la vida de otro.
Y eso sentía.
Entonces lo propuse. Insistí. Empujé. Porque no solo se trataba de mí. Se trataba de nosotros.
De criar distinto. De vivir distinto. De construir una familia desde otro lugar.
Y si bien la decisión la impulsé yo, nada —nada— de esto hubiera sido posible sin ella. Sennia, mi compañera, el gran amor de mi vida.
Ella no estaba convencida. Le costó. Se resistió. Porque era lógico resistirse.
Pero me creyó. Me siguió. Me sostuvo.
No por romanticismo ingenuo, sino por un amor profundo, real, de esos que deciden caminar contigo aunque el camino no esté claro. Por nuestras hijas. Por el deseo compartido de darles algo más que horarios y rutinas.
Y sé que fue difícil para ella. No solo dejarlo todo, sino estar allá, comenzar de cero, sin redes, sin certezas.
Pero lo hizo. Lo hicimos.
Y hoy, cuando lo hablamos, cuando vemos crecer a nuestras hijas con libertad y raíces, sabemos que fue la mejor decisión.
No la más fácil. Pero sí la más importante.
Nuestras familias, y los abuelos de mis hijas, sobre todo, fueron los más afectados. No porque me juzgaran, nunca lo hicieron. Pero sí porque dolía. Dolía separarse, dolía no ver crecer a las niñas, dolía esa distancia que se impone sin quererlo. Aun así, estuvieron. Con ese amor silencioso que no aprueba, pero tampoco abandona. Y eso también fue parte del dolor que hubo que sostener.
Me vine a Chiloé sin garantías. Solo con una certeza, que necesitaba estar cerca de lo esencial. Que necesitábamos construir presente, no solo perseguir futuros.
Queríamos que nuestras hijas crecieran con naturaleza, con comunidad, con tiempo, con nosotros presentes. Con la posibilidad de aburrirse, de correr bajo la lluvia, de tener raíces en la tierra más que en una agenda.
Y queríamos eso también para nosotros.
Hoy, con años de distancia, sé que no nos equivocamos.
No porque todo haya sido fácil —porque no lo fue—, sino porque todo fue real.
Porque en vez de sobrevivir, empezamos a vivir.
Porque lo importante no siempre viene envuelto en comodidad. A veces viene en forma de crisis, de renuncia, de salto al vacío.
Las decisiones que marcan la vida no son las que nos aseguran éxito. Son las que nos reconcilian con quienes somos.
Y muchas veces, eso implica perder cosas. Ceder espacios. Romper expectativas.
Pero también implica construir algo propio, algo honesto.
Aunque duela. Aunque nadie lo entienda al principio.
Y quiero decirlo claro, por si alguien lo necesita leer hoy. Seguir tu intuición no es locura. Es valentía.
Perseguir una visión que solo tú ves no es irresponsable. Es crear camino. Lo que hoy parece un retroceso, mañana puede ser el inicio de tu verdadera vida.
No te aferres a lo fácil. No vivas para agradar. No construyas sobre una versión tuya que ya no existe.
Porque elegir lo difícil, muchas veces, es la única forma real de vivir lo importante.