¿Por qué la vida es difícil?
La pregunta suena vieja, gastada, repetida. Y sin embargo, nunca se agota. La vida se hace difícil no porque nos falte algo, sino porque sobra. Sobra incertidumbre, sobra expectativa, sobra deseo de control.
Queremos que todo esté en su sitio, que las piezas encajen, que la ruta se muestre clara. Pero no. La vida se ríe de nuestras planificaciones, tuerce los caminos, nos pone en la cara lo que no pedimos. Y ahí estamos, queriendo agarrar el agua con las manos, queriendo retener lo que nunca nos perteneció.
Lo extraño es que lo sabemos. Sabemos que nada es seguro, que todo cambia, que el control es una ilusión. Y aun así, cada vez que la incertidumbre aparece, se nos revuelve el estómago. Nunca nos acostumbramos. Nunca. La vida entera podría ser un entrenamiento y aún así la próxima bofetada nos tomaría por sorpresa.
Algunos lo llaman resiliencia. Otros, suerte. En realidad es apenas un modo de seguir respirando en medio del caos. Cada cual con su estilo. Hay quien se endurece, quien se quiebra, quien se adapta, quien se esconde. No hay manual. Solo ensayo y error.
Los estoicos hablaban de aceptar lo que no podemos cambiar. Los existencialistas, de enfrentar el absurdo y seguir caminando. Dos caras de la misma moneda, la certeza de que la vida no se acomoda a nuestras ganas. Y en esa fricción se juega todo.
Quizá lo difícil no sea la vida, sino nuestra terquedad de pedirle coherencia. De exigirle que tenga sentido, que nos obedezca, que nos premie por el esfuerzo. Y cuando no lo hace, gritamos, pataleamos, nos declaramos víctimas de un complot cósmico.
Pero la vida no conspira, la vida sucede. Y nosotros, los frágiles, tratamos de sobrevivir a ese torbellino que nunca avisa y nunca pide permiso.
Lo difícil no es vivir, es pretender que vivir debería ser fácil.